"También con barquillos y helados se forja la felicidad"
Abmalhi.
La calle Libertad, de piedras labradas con esfuerzo y maestría, que brillaban en los amaneceres al salir el sol y se bañaban alegres con las lluvias estacionales de los febreros y marzos lozanos y sombríos, cuyas partículas jugaban en alegre complicidad con nuestros calzados incansables, con nuestros sueños de niños felices y festejaban en silencioso regocijo nuestras ocurrencias, soportando estoicas nuestros trotes , saltos y caídas ¡Callecita inolvidable, pétreo tálamo de mis días lejanos de infancia cuando aún solía soñar despierto, ingrediente que diera sabor a mi infancia , de faz impávida y en ocasiones complaciente que parecía reír y llorar con nosotros¡
Aquel espacio descollante de mis albores, tan inseparable e inolvidable como lo es un amigo, hoy por hoy, solo exhibe sus despojos, empujándome , en cada visita a la resignación y contemplación nostálgica de mi arteria hermosa, intentando hallar infructuosamente lo que el tiempo se llevó. Quedan aún sus casas solariegas y los meditabundos balcones que en otrora cobijaron con alegría a familias de numerosa prole, de aquellos queda poco o nada ya que muchos migraron lejos y otros partieron al más allá. Años después, los “adalides” de la modernidad, removieron sus vistosos y relucientes empedrados y sembraron en su lugar sendas toneladas de concreto armado llevándose así su belleza y encanto.
En esta arteria vital del pueblo nació Guillen, quien fabricara el automóvil (de juguete) más grande e increíble que se haya visto en Huari. Singular bólido tras el cual corríamos agitados y admirados en el Parque Vigil, mientras sus ferrosos rodajes de decibeles intolerables se desplazaban por los vericuetos del cuadrilátero más concurrido de nuestra niñez. Tenía todos los mandos básicos, pedales para acelerar, frenos, luces y un diseño único capaz de deslumbrar en un Gran Prix.
Ahí vivió Laurita de Cárdenas, la hermosa damisela cuya alma nadaba en océanos de simpatía y su liderazgo natural infundía alegría y respeto en los niños y adolescentes de nuestra cuadra a los que nos convocaba para jugar el “Ampais”, “Pasacalle” “Pacaluriche”; y también para las tertulias entrañables en noches de luna llena que abrazaban nuestros más nobles sentimientos y, como jugando, aprendíamos a respetarnos y querernos como hermanos ¡Tiempos aquellos caray! Ahí ramificaron los árboles de familias frondosas de la ciudad: Los Zorrilla Torres, Los Salas Cachay, Los De Cárdenas Pretel, Los Sotelo Espinoza, Los Palhua Ames, Los Castro Palhua y, nosotros, los Malqui Hidalgo.
Calle de recuerdos lejanos, de agitados y pueriles latidos, de esforzados padres, de connotados artesanos de la ebanistería, sastrería y apicultura; de alegres muchedumbres y venerables ancianas, cuyos nombres descansan en la galería imaginaria que los hombres de fe solemos construir en un sitial inexpugnable de nuestro recuerdo. Allí pasé la etapa más feliz de mi niñez, adolescencia y juventud y que hoy, ad portas de llegar a un año más de vida y muy lejos de aquellos tiempos, me suscita sentimientos de sobrecogedora nostalgia.
En esa calle vivió por largos años don “JUANACHITO”, el heladero leyenda del pueblo, junto a su eterna compañera la tía “Wishi”, mujer noble de voz melódica y tierna, y sus cuatro hijos. Su recia figura y su agitado caminar, con la cerviz en alto y su rostro que al tiempo de exhibir sus grietas, condecoraciones que la vida le otorgara, descubrían también su orgullo de artesano laborioso, honesto y su espíritu emprendedor.
Este señor de los helados exquisitos y barquillos dulcificados, tenía un taller de heladería que alojaba un arsenal de herramientas increíbles que marcaron época. Ahí ingresábamos muy temprano, púberes aún, empujados por la curiosidad y natural osadía propias de nuestra edad y en ocasiones convocados por él para darle una manito. Movíamos agitados y con entusiasmo las maquinas donde se preparaban los helados y marcianos. Máquinas que mediante el descenso crioscópico de las soluciones de sal permitían, utilizando un balde rodeado con una mezcla de hielo y sal a bajas temperaturas, el congelamiento mediante el batido de bebidas y zumos de frutas azucarados, dando lugar a riquísimos helados de textura cremosa.
Si descubrir los secretos de este artesano de la heladería en su taller sombrío y frígido nos deslumbró, resultaba igual de emocionante el ver llegar a sus abastecedores de “hielo”. Arrojados, pacienciosos e imperturbables obrajinos trasladaban bloques de hielo desde los confines del “Parque Nacional Huascarán. Bajaban desde aquellas altitudes cordilleranas, cargando en sus espaldas encallecidas bloques de hielo arropados con ichus y pellejo de oveja. Descendían casi a diario por los serpenteantes caminos de Jacabamba, Ampas y Huamanmarka, para luego ingresar a la ciudad por la parte alta de nuestra callecita, a paso lento y resignado hasta su final destino en donde les esperaban Juanachito y compañía.
Este personaje de mi pueblo y de mi Barrio, al que hoy he vuelto la mirada divisando por las ventanas generosas de mi recuerdo, tampoco rehuyó a la palomillada. Como todo buen mortal, de espíritu alegre y bondadoso, fue protagonista de muchas anécdotas que gracias a las reminiscencias de los lugareños le convierten en personaje en cabal personaje de leyenda. Recordarán los lugareños, y más aún las piadosas monjas Dominicas del Santo Rosario, sus singulares pregones diarios en los que destacaba el inolvidable “otro al catre” que anunciaba la llegada de los ricos helados. Cuentan que, una tarde de estío, al ingresar con aquél pregón al convento casi sagrado de las “Madres Dominicas”, le valió ser expulsado abruptamente por la madre superiora al entender que aquella frase “otro al catre” contenía una carga de impudicia y procacidad inaceptables.
Son también memorables sus festejos de irrefrenable emoción en los partidos de futbol. Hincha a rabiar, en especial, de la oncena rosada San Juan, y también del González Prada y de las selecciones de Huari, celebraba cada gol con júbilo inusitado y en ocasiones no dudaba en lanzar al aire desde la tribuna su conservadora, su canastilla de barquillo y su alcancía repleta de monedas ante la algarabía de los asistentes, en especial de los niños y jóvenes.
Se comentaba también, con fina e hilarante ironía, que en su “Chacra” de Virá sembraba piedras cual si fueran papas para luego cosecharlos y venderlos a los lugareños. Aquella inverosímil afirmación que nuestro mayores solían comentar nos sumergía a los niños de entonces en un conflicto cognitivo que años más tarde fue resuelto al comprender que aquel lítico cuadrante era en realidad una cantera inagotable de piedras. Así era Juanachito, mi vecino, mi amigo al que le gustaba conversar sobre temas de astrología, hechicería y superstición. Así fue este hombre que en las postrimerías de su diario trajinar por las calles del pueblo se dedicó a “regalar” sus sabrosos helados a los niños y adolescentes de mi pueblo, que, aprovechando el resquebrajamiento natural de su memoria, se fiaban y fiaban y él, con su voz y sonrisa inconfundibles y su rostro bruñendo de sudor y calor, les servía y servía complacido.
Finalmente, agradecer a Dios por los años vividos en este espacio de mis caros recuerdos, cuyo nombre “Libertad” representa el más preciado de los valores e ideales del ser humano y sintoniza con la esencia libérrima de los niños y jóvenes de mi otrora pueblo, exento de peligros y amenazas que invitaba, más bien, a la aventura y descubrimientos interminables en sus prados aledaños como Sheque, Virá, Cushín, entre otros. Me despido, dejando todavía en cartera y como tarea inminente, el seguir hurgando en el baúl de mi bitácora añosa, aquellos momentos a los que en silenciosa e íntima elucubración los he bautizado como mis “Tiempos de Mullaca”, porque viven colgados de mi memoria con sus oscilantes racimos de vivencias mil endulzando mi vida y conjugando, en un sentimiento difícil de describir, los nombres de los hombres que acompañaron mi infancia, en esa callecita sin par.
Lima, 25 de julio de 2019.
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