miércoles, 7 de agosto de 2019

“JUANACHITO: LA LEYENDA”

                                                                      
                                                       "También con barquillos y helados se forja la felicidad"
                                                                                                                                          Abmalhi.
          La calle Libertad, de piedras labradas con esfuerzo y maestría,   que brillaban en los amaneceres  al  salir  el  sol  y  se bañaban   alegres con  las lluvias estacionales de los febreros y marzos lozanos y  sombríos,  cuyas  partículas jugaban en alegre complicidad  con nuestros calzados  incansables,  con nuestros  sueños de niños felices y  festejaban en silencioso regocijo nuestras ocurrencias,  soportando  estoicas  nuestros trotes , saltos y caídas ¡Callecita inolvidable, pétreo tálamo de mis días lejanos de infancia cuando aún solía soñar  despierto,  ingrediente  que diera  sabor a mi infancia , de faz  impávida  y en  ocasiones  complaciente que parecía reír y  llorar con nosotros¡ 
 Aquel espacio  descollante de mis  albores,  tan inseparable e inolvidable como lo es un amigo, hoy por hoy,  solo  exhibe  sus despojos, empujándome , en cada visita a la   resignación  y  contemplación  nostálgica de  mi  arteria  hermosa, intentando hallar  infructuosamente  lo que el tiempo  se llevó.  Quedan aún  sus casas solariegas y los  meditabundos balcones que en otrora  cobijaron  con alegría a  familias de numerosa prole, de aquellos queda poco o nada  ya que  muchos migraron lejos y otros  partieron al más allá.  Años después, los “adalides”   de la modernidad,   removieron  sus  vistosos  y relucientes empedrados y sembraron en su lugar sendas toneladas de concreto armado llevándose  así su belleza y encanto.   
En esta arteria  vital del pueblo nació Guillen,  quien fabricara  el automóvil (de juguete)  más grande  e increíble que se  haya visto en Huari.  Singular bólido tras el cual corríamos agitados y admirados en  el Parque Vigil, mientras sus ferrosos rodajes de decibeles intolerables se desplazaban por los vericuetos  del cuadrilátero más concurrido de nuestra niñez. Tenía todos los mandos básicos, pedales para acelerar, frenos, luces  y un diseño único capaz de deslumbrar en un Gran Prix.
 Ahí vivió Laurita de Cárdenas, la hermosa damisela cuya alma nadaba en océanos de simpatía  y su   liderazgo natural infundía  alegría y respeto en los niños y adolescentes de nuestra cuadra a los que nos convocaba para jugar el “Ampais”, “Pasacalle” “Pacaluriche”;  y también para  las tertulias entrañables en noches de luna llena que abrazaban nuestros más nobles sentimientos y,  como jugando,  aprendíamos a respetarnos y querernos como hermanos ¡Tiempos aquellos caray!   Ahí ramificaron los árboles de familias frondosas de la ciudad: Los Zorrilla Torres, Los Salas Cachay, Los De Cárdenas  Pretel, Los Sotelo Espinoza, Los Palhua Ames, Los Castro Palhua y, nosotros,  los Malqui Hidalgo.
            Calle  de recuerdos lejanos, de agitados  y pueriles latidos, de  esforzados padres, de connotados artesanos de la ebanistería, sastrería  y  apicultura; de alegres muchedumbres  y venerables ancianas,  cuyos nombres descansan en la galería imaginaria que los hombres de fe  solemos construir en un sitial  inexpugnable de nuestro recuerdo.  Allí   pasé la etapa más feliz de mi  niñez,  adolescencia y juventud y  que hoy, ad portas de llegar a un año más de vida y muy lejos de aquellos tiempos, me suscita sentimientos de  sobrecogedora nostalgia.
             En esa calle vivió por largos años don “JUANACHITO”,  el heladero leyenda del pueblo,  junto a su eterna compañera  la tía “Wishi”,  mujer noble de voz melódica y tierna,  y sus cuatro hijos.  Su recia figura y  su agitado caminar, con  la cerviz en alto  y su  rostro que al tiempo de exhibir sus grietas,  condecoraciones  que la vida le otorgara,  descubrían también su orgullo de artesano laborioso, honesto y  su espíritu  emprendedor.
 Este señor de los helados exquisitos y  barquillos dulcificados, tenía un taller   de heladería que alojaba un arsenal de herramientas increíbles que marcaron época. Ahí ingresábamos muy temprano, púberes aún, empujados por la curiosidad  y  natural osadía propias de nuestra edad y en ocasiones convocados por él para darle una manito. Movíamos agitados y con entusiasmo  las maquinas donde se preparaban los helados y  marcianos. Máquinas que  mediante el descenso crioscópico de las soluciones de sal  permitían,  utilizando un balde rodeado con una mezcla de hielo y sal a bajas temperaturas,  el congelamiento mediante el batido de  bebidas y zumos de frutas azucarados, dando lugar  a riquísimos helados de textura cremosa.
Si descubrir  los secretos de este artesano de la heladería  en su taller  sombrío y frígido nos deslumbró,  resultaba igual  de emocionante el  ver llegar a sus abastecedores de “hielo”.   Arrojados,  pacienciosos  e imperturbables  obrajinos  trasladaban bloques  de hielo desde los  confines del “Parque Nacional Huascarán.  Bajaban desde aquellas   altitudes  cordilleranas, cargando en sus  espaldas encallecidas bloques de hielo  arropados con  ichus y pellejo de oveja. Descendían  casi a diario por los serpenteantes caminos de Jacabamba,  Ampas y  Huamanmarka,   para luego ingresar a la ciudad por la parte alta de  nuestra callecita,   a  paso lento y resignado  hasta su  final destino en donde les esperaban Juanachito y compañía.     
Este personaje  de mi pueblo y  de mi Barrio,  al que hoy he vuelto la mirada  divisando  por las ventanas generosas de mi recuerdo,  tampoco rehuyó a la palomillada.  Como todo buen mortal,  de espíritu alegre y bondadoso,  fue  protagonista de muchas  anécdotas que gracias  a las reminiscencias de los lugareños le convierten en personaje  en cabal personaje de leyenda. Recordarán los lugareños,   y más aún las piadosas monjas Dominicas del Santo Rosario,  sus singulares  pregones  diarios   en los que destacaba  el inolvidable “otro al catre”  que anunciaba   la llegada de los  ricos helados.  Cuentan que,   una  tarde de estío,   al ingresar  con aquél pregón  al convento casi sagrado de las “Madres Dominicas”,  le  valió ser expulsado abruptamente por la madre superiora  al entender que  aquella frase  “otro al catre”  contenía una carga  de impudicia y procacidad inaceptables.
Son también memorables  sus festejos de irrefrenable emoción en los  partidos de futbol. Hincha a rabiar, en especial,  de la oncena rosada  San Juan,  y también del  González Prada  y de las selecciones de  Huari, celebraba cada gol  con júbilo inusitado  y  en ocasiones    no dudaba en  lanzar  al aire  desde  la  tribuna   su conservadora, su canastilla de barquillo y su alcancía repleta de monedas ante la algarabía  de los asistentes, en especial de los niños y jóvenes.
Se comentaba  también,   con fina e hilarante  ironía,   que en su  “Chacra” de Virá  sembraba piedras  cual si fueran papas para  luego cosecharlos  y venderlos  a los lugareños.  Aquella inverosímil afirmación que nuestro mayores solían comentar   nos sumergía a los niños de entonces  en un conflicto cognitivo  que años más tarde fue resuelto al  comprender  que aquel lítico cuadrante era en realidad una cantera  inagotable de piedras.   Así era Juanachito, mi vecino, mi amigo  al que le gustaba  conversar sobre  temas de astrología,  hechicería y superstición.  Así fue este hombre  que en las postrimerías de su diario trajinar por las calles del pueblo se dedicó a “regalar” sus sabrosos helados a los niños y adolescentes de mi pueblo,   que,  aprovechando el resquebrajamiento natural de su memoria,  se fiaban y fiaban y  él,   con su voz y sonrisa inconfundibles  y  su rostro  bruñendo de sudor y calor, les  servía y servía  complacido.       
 Finalmente,  agradecer a Dios por  los años vividos  en este espacio de mis caros recuerdos,   cuyo nombre “Libertad”  representa  el más preciado  de los valores e ideales del ser humano y sintoniza  con  la esencia libérrima de los niños y jóvenes  de  mi  otrora   pueblo,   exento de peligros y amenazas  que invitaba,  más bien,   a la aventura y  descubrimientos interminables en sus prados aledaños como Sheque,  Virá, Cushín, entre otros.  Me despido, dejando todavía en cartera y como tarea inminente, el seguir hurgando en el baúl de mi bitácora añosa,  aquellos momentos  a los que en silenciosa  e íntima elucubración los he bautizado  como mis  “Tiempos de Mullaca”,  porque viven  colgados de  mi memoria  con sus  oscilantes racimos de vivencias mil  endulzando  mi vida  y   conjugando,  en un sentimiento difícil de describir,  los nombres de los hombres que acompañaron mi infancia, en esa callecita sin par.
                                                                                 Lima, 25 de julio  de 2019.

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