jueves, 3 de agosto de 2017

Memorias de sol y lluvia



(Piscina de aguas inquietas)
Mi hermano Michel,  administrador del portal  “Huarilindo”,  me envió hace unos días  unas fotos de la antigua piscina de mi colegio, aquella que no la he vuelto a ver desde hace más de dos  décadas. Es una de las dos piscinas de mi amado pueblo;  la otra, más pequeña, es propiedad de la  escuela primaria, de la vieja “Prevocacional”, es allí  donde aprendimos a nadar los de mi generación, ganando de punto a punto su  “largo” recorrido y siempre con ese  estilo esforzado,  arisco y único llamado el  “allgunaday”.  Aquél era el más  arraigado  de los estilos  por aquellos años. Aún, esta piscina,  sigue en pie,  remodelada  y  al tono de los tiempos acoge  a los niños de la vieja escuelita.  
En cambio, la  piscina de mi colegio secundario: “El Glorioso González Prada”,  construida el año de 1962,  era mucho más grande y  con  dimensiones casi olímpicas. Estaba ubicada en un lugar maravilloso   debajo de un pequeño bosque de jóvenes eucaliptos y al margen derecho del riachuelo de Virá. Un caminito agreste y algo empinado nos conducía  desde las inmediaciones  de las aulas de nuestro colegio hasta aquel lugar. El bosque, además,  sirve   para frenar la erosión del estadio de fútbol del colegio y es hábitat  de pajarillos de diverso colorido y agradables trinos que anidan distendidos en la placidez y sosiego de su ramaje. . Recuerdo que,  en ocasiones, durante  los partidos de fútbol algunos palomillas  internados  en algún punto estratégico aguardaban pacientes algún balón mal despejado para hacerlos suyos y esconderse en la maraña sin que nadie los ubique.  Y  en noches de luna clara  nos dábamos cita y maña  para escondidos bajo su fronda, “Ochear” (espiar) a los  amantes furtivos que  a campo traviesa jurabanse amor eterno y daban paz a sus desconsolados  corazones.
 Aquel manantial de nuestras mocedades, remanso en el curso  agitado de la mejor época de nuestras vida estudiantil, ahora sólo exhibe los  despojos de sus ojos, ora celestes, ora verdes,  ora turbulentos,  los  que han  cerrado empujados por el tiempo y los olvidos. Aquellos que sonrieron  y nos guiñaron con su  movediza esclerótica  y juguetona pupila y  nos  invitaron   y sedujeron en horas doradas  de sol, de lluvia  y  de granizo. Fue uno de los lugares  preferidos de nuestros años de colegial, más todavía  para los ”viciosos”, tal como nos “nombraban”  nuestros padres, poco o nada nos importaban ni el  frío, ni la lluvia, íbamos a su  encuentro en busca de minutos y horas de solaz en que nuestros  corazones del mundo se alejaban en secreta oración de adolescentes, atormentados por las hormonas enojosas de púberes enamorados dispuestos a exhibirnos frente a nuestras tiernas dulcineas en acrobáticas faenas predispuestos por la adrenalina a movernos con cierta velocidad y sacar  el máximo rendimiento de nuestros endebles músculos.
Hoy, aquel rectángulo amical, otrora bulliciosa estación de nuestro peregrinaje estudiantil ya casi no existe, sus vértices  se van diluyendo, sus ángulos se están  carcomiendo por la embestida inevitable  de las inclemencias del  tiempo,  sólo parece mitigar su soledad con el canto de los pajarillos, con el arrullo del riachuelo  y con  el lejano tropel de los esporádicos  caminantes del margen opuesto  de este riachuelo cantarino. Su silueta ha devenido en una casi gigantesca tumba  donde se han aproximado, llenos de curiosidad y conmiseración,´convocados por sus estertores,  eucaliptos,  arbustos  y hierbas silvestres de campo.  
¿Y mis amigos? ¿Mis camaradas de entonces? Claro que los recuerdo a todos.  Recuerdo a mi maestro Humberto Lora Pardavé quien afinó nuestra entusiasta ortodoxia del “allgunaday”  dotándonos  de nuevos estilos y  técnicas avanzadas  para la época;  recuerdo también al más grande nadador de mi generación: Josué Benjamín Muñoz Zúñiga o simplemente “PACHÏN”, que pese a su diminuta figura aparecía y desaparecía raudo y cimbreante  en las mansas aguas de nuestra recordada piscina. Cómo olvidar  las aglomeraciones propias de los sábados en donde damiselas de las más exuberantes se daban cita haciendo colapsar el precario vestuario ubicado en el extremo sur del recinto deportivo ante nuestra inquietante   curiosidad de púberes.
Años maravillosos donde no asomaban todavía distracciones cibernéticas  que espanten las naturales  ansías e  ímpetus deportivos, años de deleite para nuestras retinas   con  hermosas flores  de junco y capulí  con sus figuras y aromas, con su ternura e inocencia, gacelas ariscas que nos invitaban a la contemplación y con algunas de ellas en el idílico pacer de las vivencias andinas bebimos del mismo manantial, sorbimos la miel del amor y el desamor adolescente. Años inolvidables de amistades fortalecidas por el deporte, por las  palomilladas, por las hazañas propias de nuestra edad, por la complicidad y esa bella simplicidad que exhala el proscenio andino, maravilloso por su sol, por su cielo, por  sus cantos, por  sus  silencios, por sus amaneceres  y crepúsculos. ¡Si señores!
Lima, 03 de agosto de 2017