martes, 18 de octubre de 2016

"Don Susano y el Stradivarius"


"En memoria de Susano Hidalgo, personaje
de mi pueblo y de mi Barrio"

Mi pueblo lejano, que hoy reverbera en mi memoria con el mismo brillo de sus amaneceres de estío y se inquieta  como  las tardes de aquellos septiembres mágicos de sembrío,  cuando la lluvia arreciaba y se desencadenaban vientos,  truenos y rayos amenizando el Ande hermoso, macizo y eterno. Ese pueblo de mis regocijos  y utopías de niño, se me ha acercado en esta tarde limeña plúmbea y triste de septiembre aún invernal,  se ha aproximado cariñosa  a mi nostálgica memoria:
 
Mi  Barrio “Pukutay”,  de  cultos fervientes a su santo patrón “San  Juan Bautista”,  bastión de una ciudad  vieja llena  de glorias  y  purgatorios; de  calles  estrechas y empedradas,  alineadas  unas y sinuosas otras; de solares bien logrados con sus fachadas escuetas y  uniformes, sólo  ornadas  de sobrios ventanales  y balcones  de madera. Aquel barrio por cuyas calles  transitamos, los niños y adolescentes de entonces,  libres y felices en loco tropel,  me ha visitado en este crepúsculo limeño.
Han llegado,  en multitud de afectos e ingresado por el portón herrumbroso de mis lejanos recuerdos,  mis amigos de infancia y, con ellos,  llegaron también  la magra y  pesada pelota de fútbol para jugarnos una "pichanguita" en el “canchón” del colegio secundario;   el trompo  viejo de mil combates con su cuerda delgada, bailarín tenaz  y estoico  ante el castigo; las  canicas pequeñas y redonditas, cuyo  tintineo en mis bolsillos “percudidos” de aquellas horas ya lejanas,  me llenan aún, al recordarlas, de júbilo y contento.   También llegaron  los diminutos frijoles pintados por la madre natura de blanco  y negro,  colores de las " vaquitas lecheritas”, a los que justamente  los nombrábamos  como tales  y  en ejercicios de tino y precisión sacábamos de sus rediles, especie  de círculos que  trazábamos, ya sea en  el viejo y raído patio de la escuela, en  la plaza de armas, en el  parque vigil  o en cualquier callecita del ´pueblo.   Me han visitado los zancos hechos de tarros de “leche Gloria” con su alharaca atosigante   y los de  madera,  más empinados, enjutos y temblorosos con los que imaginábamos tocar el cielo.  Han llegado   los "boleros" que,   con su mazo  horadado, su eje curtido  y su monótono sonido,  nos atrapaban largos minutos y horas . Han llegado también,  a esta cita no prevista, las  afiladas  y pelianderas sirianas, auténticos gallos del mejor galpón,  protagonistas de memorables duelos, en oportunidades sangrientos;  los obedientes  y dóciles  “aros”  de caucho con los que viajábamos alegres y distendidos por los íntimos senderos de nuestra niñez privilegiada:  arterias,   atajos y  caminitos  del pueblo.  También  se ha filtrado  el  cómplice “silbido” que llamaba, como a  rebato, a la “mancha” de  amigos  para las citas acordadas.
 
Con ellos y aquellos, llegó también como un relumbrón inopinado y furibundo la imagen de un personaje  de los “barrios altos de la ciudad”. Su nombre: Susano,  de aspecto apacible,  caminar lento y acompasado y de  mirada franca y modales impecables. Vivía en la parte alta del barrio, en ese conglomerado de hermosos solares cuya vecindad cargada de  familias con  numerosa prole,  le dotaban   de alegría proverbial.  Era enfermero de profesión,  de manera que  su trato amable y voz cordial caminaban de la mano con su traje blanco  y sus  lentes gruesos  que  asentábanle a la perfección. Sin embargo, lo que más destacaban sus  cobarrianos,  vecinos y familiares  era  su “don de la sanación”.  Sus recetas  autorizadas,  casi infalibles,  y su predisposición  ante el llamado  de los dolientes inspiraban e infundían esperanza.
 
Acostumbraba bajar  por las  tardes, sabatinas en especial, a la librería del pueblo rumbo a la “timba”.  Allí,  junto a viejos amigos y camaradas  como don  “Wenceslao”,  “Detalloso”,  “Tío Bom”  y otros jóvenes  aún,  discurrían sus horas en medio de miradas, conteos, controles, tensos silencios,   gritos y carcajadas  repentinas celebrando los  “cero en mano”, los “ póker” y los “coquito”. Sus habituales contendientes le  reconocían  su generosa memoria  que le facilitaba  controlar minuciosamente, al milímetro,  los naipes  que desfilaban mudos de mano en mano y por  encima del mostrador cubierto por una  colorida manta huancaína que el buen anfitrión, don Wenceslao,   presentaba  para cubrir  uno de los extremos del mostrador de su añeja librería.
 
Don Susano, el tío putativo de la vecindad, cobró notoriedad en los círculos musicales y amicales de la época, además  porque guardaba con celo  en  su cuidado, aunque longevo,   bien seguro  baúl tallado en madera maciza,  un “Violín Stradivarius”,  joya  de incalculable valor. Pocos sabían y saben hoy,  en el pueblo,  de su existencia  y muy pocos aún de  su calidad y costo.  Según los entendidos, un Stradivarius de la colección del Palacio Real de Madrid que  formara parte del "Cuarteto Real", considerado el mejor grupo de instrumentos de cuarteto de cuerda del mundo,  en una subasta podría alcanzar hasta los 20 millones de euros.  El  precio exorbitante  de los Stradivarius es ya un clásico que ha llegado a eclipsar a cualquier otro fabricante de instrumentos de cuerda de la historia.
 
En una oportunidad, Don Susano,  había invitado  a su casa  a las  amistades  más cercanas  ,  presentando, para la ocasión, con esmero  y cuidado su pequeña sala, en la que ubicó,  en un lugar preferencial, una mesa pequeña cubierta con un elegante mantel blanco. Alistó los mejores vinos, algunos añejos que  uno de sus nietos le mandara desde el Piamonte italiano;  y el ágape,  como  buen sanjuanino, un sabroso estofado como  plato de fondo, muy  bien acompañado de la no menos exquisita  “Chicha en caldo”. Los ocasionales invitados, sin embargo, más que fijarse en el opíparo ágape, fijaron su mirada en  el ceremonioso altar  presidido por el añejo baúl   y se  preguntaban inquietos  sobre  el  contenido, especulando entre dientes sobre acaso se trataba de alguna caja de pandora o algún relicario rescatado de algún entierro. La noche discurría entre charlas, ocurrencias y evocaciones,   cuando de pronto, interrumpiendo la amena reunión , levantose de su sillón,  con paso parsimonioso  ganó toda la pequeña sala  y descolgó, de un perchero  ubicado en una de sus esquinas , un sacón de tejido  fino fabricado con pelo de cabra de cachemira que, en uno de sus recónditos bolsillos,  escondía la llave del  bien asegurado baúl. Con solemnidad,  pusose  dos guantes blancos y,   ante el silencio  inquieto de sus invitados,  dirigiose  a la mesa,  abrió el pequeño candado Yale  de bronce que custodiaba su íntimo relicario   y  con religioso respeto    sustrajo  un hermoso violín  Stradivarius,  para luego,  con veneración y paso procesional de "viernes santo", pasearlo en la pequeña sala  y  finalmente hacerlo reposar  en la  mesa  cubierta con el elegante  mantel . La nobleza y calidad del  instrumento  provocaban una contemplación emotiva,  venerable , casi  religiosa de sus invitados. Entre los presentes encontrabanse  varios músicos de la comarca que, por única vez en sus vidas,  tuvieron  la inmensa fortuna de arroparse con las notas de los  matices serenos y pulsar con sus dedos el fino mástil de sueño de un Stradivarius. Interpretaron   valses de la serranía, pasacalles, chuscadas y huaynos, en especial uno, el "Guetzitzi", en cuyas melodías aparecían jugando   los sonidos más misteriosos de los Andes  y de la naturaleza. Su peso ligerísimo, galana silueta, su acabado y su extraordinario sonido acapararon la conversación de la memorable velada.
 
El Tío,  era consciente   que poseía un tesoro de incalculable valor, uno de los 650 míticos violines que sobrevivían en toda la faz de la tierra. Había indagado, además,  su origen y el genio que lo concibiera y al que debe su nombre: El  italiano Antonio Stradivarius. Comentaba con orgullo inocultable que  esta marca de violines no  han sido igualados y que  sólo pocos, tras su muerte, han logrado producir violines que, con todo, apenas se acercan al grado de perfección que caracterizó a este genio de la acústica.
 
Contaba uno de sus  coetáneos   que,  en alguna oportunidad, ofrecieron comprarlo, sin advertir su sapiencia y convicción de propietario de una  joya de precio inestimable , pues ya tenía  pensado subastarlo algún día y, con la ganancia,  asegurar el futuro de su numerosa prole, hecho que nunca  ocurrió. Tras su muerte,  el violín ha sido citado en numerosas tertulias culturales y musicales, ha sido también materia de especulaciones sobre el cómo llegó, a las manos del entrañable personaje de la comarca,  aquella joya de incalculable valor. Se especula que,  en un viaje  ya lejano   a Churín,  pintoresco poblado interandino,  famoso por sus fuentes de agua termo medicinal y  frecuentado por turistas nacionales  e internacionales, fue donde por casualidad, al salir  de uno de los baños termales, topose con el preciado instrumento,  bien asegurado en su estuche y  abandonado a su suerte. Jamás comentó este hecho, ni desmintió,  ni confirmó. Dejando una estela subyugante de dudas y especulaciones para cosecha de algún escribidor y deleite de los lectores.     

Hace algunos años  murió don Susano, el tío putativo de la vecindad; el personaje de una comarca andina hermosa y de mil historias,  que encontrara  la suerte, de pura casualidad,  para  desposarse con la inmortalidad, No todos tienen la ventura de tener  entre sus manos algo parecido. Fue un hallazgo que, en adelante,  adornará la historia de su pueblo: Huari.
Lima. septiembre de 2016