martes, 15 de marzo de 2011

Para nunca olvidar...


Hace 13 años, siendo docente del Instituto Superior Pedagógico de Huari, visité el Pedagógico de Yungay, allí gentilmente un colega me alcanzó esta crónica inédita. En momentos que el mundo contempla con estupor el cataclismo y su secuela dolorosa en Japón, estas líneas nos pueden servir para no olvidar que un día también el dolor y la desolación nos tocaron la puerta:
¡Crónica jamás contada!
Por Juan Arteaga Losza
Han escrito sobre el terremoto-alud que sufrió Yungay, en 1970, seudos testigos, apócrifas narraciones, falsas informaciones, en cambio ¡yo! soy testigo de la muerte de Yungay, junto a mis plantas se sepultó Yungay señorial.
En forma suscinta les voy a narrar, cómo me salvé de morir en este dantesco suceso; con el objeto de complacer la curiosidad de algunos amigos y familiares que no conocieron Yungay antes del 70, porque los que quedaron, los pocos yungainos ya van desapareciendo con el transcurso y peso de los años y llegará un día, quizás pronto, que muera el último testigo del antiguo Yungay.
El sábado 30 de mayo, organizamos un baile social, los profesionales jóvenes , en el segundo piso del Palacio Municipal, la fiesta resultó un rotundo éxito, con mucha concurrencia. Ya, a las 5 de la mañana cuando terminó el baile , un grupo de amigos nos dirigimos al Club Social Yungay, que era exclusivamente para profesionales y socios de prestigio, el local guardaba en los altos de la casa del señor Samuel Huerta, a una cuadra de la plaza de armas bajando por el Jr. "9 de diciembre". En este recinto continuamos con la fiesta, como era domingo había tiempo, nos divertíamos entre libaciones y juegos (poker, dados y billar), sin la menor idea de la tragedia; unos se iban y otros llegaban (abogados, médicos, ingenieros, profesores, etc.) Hasta que llegó las 3 y 23 de la tarde, cuando comenzó el movimiento telúrico. Todos nos ubicamos en los umbrales de las ventanas y puertas; el movimiento adquirió mayor intensidad, toda la bóveda se vino abajo.
La casa comenzó a bailar descontroladamente, no se derrumbó porque era una de las pocas casas de material noble. Todos aterrados queríamos bajar por el subidero que daba a la calle, pero al mismo tiempo, asustados rodamos unos sobre otros por las gradas y resultamos por fin en la calle , cada quien desesperadamente corría hacia su casa a ver a sus seres querido. En verdad les digo que la ciudad estaba en una danza macabra , las tejas volaban en bandadas , la tierra se entre abría enseñando sus feroces colmillos amenazantes, las paredes se cuarteaban , los cerros flameaban, la gente gritaba sin saber que rumbo tomar, el cielo se nubló con la polvareda , tanta queja, tanto dolor , tanta muerte ante la indiferencia de Dios, parece que estuvo ausente , no tuvo misericordia, ante tanto llanto.
Yo pensé, como mucha gente , dirigirme a la plaza de armas, con la velocidad del rayo; pero mi intento quedó frustrado, por la lluvia de adobes que caían de las inmensas casas coloniales; entonces opté por correr por el mismo Jr. "9 de diciembre" hasta la pista , de la parte baja que conduce a Caraz , buscando un espacio amplio, en mi loca carrera me tropezaba con gente conocida, enredada con los alambres , aplastada por los postes , maderas, etc. pidiendo auxilio, pero dolorosamente me sentía impotente de prestarles ayuda, porque las fracciones de segundos no eran de perderlos.
Corrí una cuadra , me detuve un instante, porque una casa se estuvo cayendo por pedazos , en eso observé un cuadro horroroso, dos chicas del colegio de mujeres estaban debajo de un balcón con maceteros, gritando ¡mamacita! . La casa era nueva de la familia Polo; como el terremoto estaba en su apogeo la casa se cayó y sepultó a las dos chicas, cortando sus gritos, solo quedaron sus manos libres que con ademanes pedían socorro, qué dolor no poderles auxiliar. En esos instantes se escuchó un ruido estremecedor indescriptible. Era el fin del mundo.
El alud ingresaban ya a la plaza de armas, el terremoto se convirtió en un enemigo menor, ahora se venía un enemigo total, sin perdonar a nadie; emprendía mi carrera desesperado, ya no me interesaba la caída de los escombros, tal es así que me cayó un adobe en la espalda que casi me tumba y a mi atrás venía el recordado profesor Julio Vásquez, a él le cayó un adobe en la cabeza que le partió. Se levantó como pudo bañado en sangre, seguía caminando, venía en cámara lenta, como un espectro, posiblemente por ahí nomás sucumbió. Yo corría y corría, las posibilidades de salvarme eran nulas, había perdido mucho tiempo, pero corría a todo dar para alargar mi vida por unos segundos más; por que si me quedaba moría mas raudo. Como es que cuando se va morir se pone más lúcido, en esos instantes por mi cerebro pasaba toda la historia de mi vida , de mis familiares y al mismo tiempo iba pensando que actitud debería tomar para salvarme ¡Qué hacer!; en eso cuando ya me faltaba algunos metros para llegar a la pista distingo un auto que venía a toda velocidad , parece que aminoró la velocidad para no atropellar a las personas que desembocaban en la pista.
Yo, en una actitud felina, con el impulso de mi carrera, me arrojé al auto, no me importaba a donde caer, por que estaba sentenciado a morir, pero mi instinto de conservación se impuso , mis manos lograron introducirse por la ventanilla delantera del auto, que estaba abierta y me aferré a la vida, agarrándome de los pantalones de la señorita Isabel Arias y fui arrastrado. Ella era por aquella ocasión Miss Ancash, conducía el auto de su señor padre Dr. Roberto Arias, habían estado en el cementerio tomando algunas vistas. Después de fracciones de segundo el alud pasaba acariciando la parte trasera del auto.
Ya en la pista de Yungay Nuevo, buscamos cada uno nuestra ubicación en las faldas del cerro Atma, para pasar la noche, porque se oscureció tempranamente.
Yo antes de tomar camino estaba trastornado, como un loco, no quería creer en los hechos del que fui testigo, me sentía muerto, me mordí la mano y al sentir dolor me convencía de que estaba con vida. Sólo yo me salvé de morir, de todos los asistentes al Club Social Yungay. Los días posteriores fueron de lágrimas y sufrimiento.

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