viernes, 31 de julio de 2009

“JAPICHO DE LA PROVINCIA” Un homenaje a Javier morales (+)

El último agosto, Huari nos recibió como siempre hermoso, con sus tardes de topacio y arrebol , con vientos frenéticos y polvorientos que hacían volar la imaginación y la memoria cual cometas viajeras dibujando caprichosas figuras en los senderos del tiempo; con hermosas y libérrimas mujeres que saturaban con su aliento de retama los senderos; y con melancólicas sementeras agonizando de tedio por la vacuidad de los días, preñadas de ganados yaciendo en el sopor de la tarde.

En insospechado paseo, con Don Japicho, longevo amigo de todos, por la polvorienta y desaliñada circunvalación, lentamente sin rumbo y sin norte con ese automatismo que encarrilaba nuestros pasos por los entrañables senderos del ayer, contemplábamos la ciudad desde lo alto. La vieja ciudad que conserva indemne sus fortunas y carencias, fulgores y sombras. Sus buenos años de itinerante existencia, paseando por quedos, afables, y reposados parajes; por ariscas, cerriles y bravías cordilleras; y por áridos y marchitos páramos, dejaron en él un emporio exquisito de vivencias que con inusitada nostalgia evocó aquella tarde. Habló de su feliz infancia, de su mocedad, del terruño, de la patria chica que para él no es otro sino el lugar donde su madre le amamantó por primera vez. Mientras tanto, los minutos discurrían en lenta travesía, la tarde sucumbía y desde los techos se alzaban humaredas ¡Era la hora del Lonche! .La caja de cigarrillo se consumía lentamente y la tarde menos ágil y vital nos abrazaba y refugiaba como en aquellos lozanos y memorables crepúsculos estudiantiles. Los autos en un ir y venir interminable trasladaban presurosos a la gente del campo haciendo sonar sus corteses bocinas.

-Qué fácil es desplazarse ahora, antes, a pie o a lomo de bestia, hoy hay carreteras para todos lados, comentaba, al tiempo que sus glaucos ojos aguzados se entretenían repasando las cumbres que llenas de caprichosos atajos descubrían sin recelo sus mudas y tortuosas cornisas. Allí estaban Marcajirka, Llamoj, Illauro, Huaritambo y hacia el occidente las mansas cumbres que circundan y vigilan la gran Laguna, aquella que desde pequeños oíamos referir con admiración, temor y misterio: Purhuay.

- recordará Ud. Con mayor razón Don “Japicho” esas ¡célebres noches de luna! -le dije - cuando ésta irrumpía en nuestras calles y solares opacando a las tenues y oscilantes luminiscencias del precario alumbrado público de nuestro otrora pueblo, donde nuestros padres en enésimas tertulias que dejaban a su paso remansos de ternura en la intimidad familiar, nos contaban sugestivas historias.

– Si pues. ¡En mis tiempos con mayor razón! No existía la televisión, la luz era racionada y precaria, las familias tan prolíficas y las calles rebosantes de muchedumbres. Al llegar la noche después de la merienda, los padres y abuelos nos descubrían los cuentos y leyendas de duendes como el Achicay y de lagunas encantadas las mismas que escuchábamos medrosos y asombrados, en especial de Purhuay y sus seductores y arcanos encantos, que en algunas oportunidades se prolongaban hasta los primeros gallos, construyendo en nuestra mente un escenario fantástico, sin embargo para nosotros pequeños aún, ignoto. De manera que cuando ingresábamos a la escuela frente a la alegre propuesta de un paseo, aparecía como destino natural, manso y unánime: Purhuay, Sin conocerlo todavía, dibujábase misterioso y exótico en las parcelas oníricas de nuestras feraces horas estudiantiles.

¡Que noches caray! -Continuó- En el esplendor del sereno desde los viejos patios iluminados, en los románticos solares se alzaba el vapor de los jazmines, Bugambilias Madreselvas y Cantutas. ¡El aire parecía de diamante y en el cielo había más estrellas que nunca!. -Añadiendo con resignación- Mira el cielo “Ni las estrellas escapan a la ruina de la vida, ahora hay menos que hace cincuenta años”. ¿Qué tiempos aquellos verdad? preguntaba, intentando reconstruir el esplendor de antaño con las cenizas de sus nostalgias.

La elucubración vespertina se teñía de sentida e inevitable nostalgia que asolaba de silencio la alegre charla; a lo lejos el rumor del viento y el monótono rugido del río Ranrachaca dejaban escuchar sus sombrías melodías; por el oriente la luna, confidente y cómplice de mil pecados y deudas de amor, se alzaba ineluctable en el firmamento como las hostias indulgentes de los pecadores, aplacando el ceniciento anochecer. La caminata lenta y difusa nos había llevado hasta Huangá, paraje de casitas dispersas y pastoriles .Cuando de pronto, el trote de los caballos fracturó nuestra amena charla, parecían centauros y se acercaban a todo galope siendo difícil distinguirlos en la lobreguez de la flamante noche.

-No vayan ser abigeos, me advirtió temeroso.

-No creo, parece ser “El Gato”, empedernido cazador de venados, vive en una de esas casitas… Sí es él, va cargando en aquel viejo jamelgo un enorme venado decapitado.

Sin ocultar su sorpresa, recordando sus vivencias de cazador alardeó: En cuanto a venados amigo, no hay “gato”, ni “zorro”, ni nadie que haya escrito una historia tan épica como la que labramos en las líticas praderas y gélidas aguas de Purhuay allá por los 80. En verdad no creo que haya algo así. Reiteró convencido. Ni siquiera la dualidad que encarnaba el espectáculo cuando Monseñor acechaba al venado: ““Primero aguzaba la mirada para cerciorarse si era un macho, se arrodillaba, rezaba un Padre Nuestro mirando al cielo invocando perdón, una contrita persignación, para luego apuntar y disparar inmisericorde abatiendo al noble animal que estrepitosamente se desplomaba” se le podía comparar

- ¿Tanto así? Le dije.

- Por su puesto amigo. Es una historia larga. Vale para escribir una novela. Pregúntale a Vito Pretel, a tu hermano Gino. También estuvo el finadito “Piti”, fue espectacular: ¡Un venado nadando en las gélidas aguas de purhuay y cuatro inexpertos tratando de cazarlo. Hubo de todo, emoción, peligro, suspenso y decepción. Sucedió en la primavera del 85.Concluyó, prometiendo contármelo, salvo que el destino le depare “la inmensa fortuna de perder la memoria”.

Tal vez algún día no muy lejano -me dijo- vuelva por Rurichinchay Jacabamba, Purhuay, Reparin, Chonta, parajes que amé y amo cautivamente, iré para recoger los pasos de mi vida errante, aquellos pasos idolatrados antes que el viento de la muerte me lleve en piltrafas.;aunque el bobo ya me falla correré el riesgo. Y por último murmuró aspirando el sahumerio de vivencias antiguas que le desgarraban el alma: Dime amigo, “¿acaso es tarde para morir de amor?”. Su estremecedora frase quedó esculpida en mi mente como el preciso epitafio de una charla inolvidable. Apuramos el paso, eran cerca de las siete de la noche, las pías campanas de la catedral tañían alegres llamando a misa…
(Crónica de un paseo en agosto del 2006 con don Javier Morales amigo entrañable de mi hermano Gino. "Japicho" falleció en el invierno limeño del 2008)

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