martes, 6 de febrero de 2018

El cénit de mi infancia




"Todo es ceremonia en el jardín salvaje de la infancia"
Pablo Neruda

          Alguna vez,  la novelista  española Ana María Matute escribió:  “A veces la infancia es más larga que la vida”. Y cuánta razón tiene  porque ella, la infancia,   asoma  en cada pan que comemos, en cada aroma  que inspiramos , en  los  afectos que recibimos y ofrecemos, en las miradas y reencuentros más emotivos,  en las auroras  y crepúsculos que disfrutamos, en las imágenes más tiernas y también en la dureza de la vida  con sus golpes y sus llantos.  Asoma la infancia  con sus ojos de bien, con su  corazón  palpitante y  ávido de afecto  y su pensamiento  vasto y viajero. 
El cénit de mi  infancia, el final de aquel  conjunto de estribos de desarrollo  comprendido entre el nacimiento y la adolescencia o pubertad,  fue el año promocional de mi educación primaria, hace ya cuarenta años  exactamente, cuando junto a mis treinta y seis  compañeros descendimos del vagón  alegre  y  bullicioso, luego de un viaje lleno de embarques y desembarques,  de sueños, desafíos  y fantasías, también de  esperas y despedidas, para ingresar  en otro tren igual de alegre, pero además,  enredado, lleno de  dudas y tormentas,  con amores y desamores como es el tránsito de la  adolescencia,  cófrade inseparable de la educación secundaria.   Aquel diciembre de hace cuarenta años,  ha vuelto   a pasear por mis recuerdos y el  vagón  volvió a rugir como en aquellos  maravillosos años.
            Mi aula,, que  llevaba el nombre del más  insigne rebelde de la América hispana: “Túpac Amaru II” cuyo retrato presidía a todo aquel  conjunto de murales  que adornaba  el inolvidable  recinto, estaba ubicado al final de la primera mitad (inferior) del pabellón Este de  la "Escuela Prevocacional", hoy “Virgen de Fátima”,  separado por unas breves escalinatas de seis  peldaños de la otra mitad (superior) de aquel pabellón,  en los que solíamos jugar  la “Rayuela”  y saltar en alegre competencia  intentando   ganar de un solo tranco la mayor cantidad de peldaños. Mi salón tan alegre ya cogedor  exhibía, además  de Túpac Amaru,  dos murales impresionantes   cuyas siluetas, armonías y colores  los recuerdo nítidamente: El de Alfonso Ugarte,  arrojándose al inmenso océano  y el de José Olaya Balandra, encadenado,  con su rostro cetrino e inmensamente digno rumbo al paredón. Todos los días los contemplaba con reverencia y admiración, al tiempo de repasar la frase escrita en la pared de enfrente con letras doradas y grandes: “LA VIRTUD ES UN TESORO MÁS DURADERA QUE EL ORO".
         Mi aula, mis compañeros  y mis maestros, que fueron dos durante aquella lejana y larga  estancia en la legendaria “Prevuchi”, hoy han recobrado  el brío  y la  alegría  en mi memoria, en mi  retina y en mi corazón. Mi aula, por las razones que detallé en el párrafo anterior; mis compañeros, porque con muchos de ellos transitamos además los peldaños ulteriores de nuestra formación básica. Mis dos maestros dije,  el  primero de ellos Néstor Sotelo Agüero  que nos condujo con paciencia, esa virtud  cardinal que la filosofía enseña desde la época de los grandes pensadores griegos y que es concomitante a la noble  labor docente, le distinguía sobremanera. Lamentablemente, una  considerable lesión durante un partido sabatino de  basquetbol  fue la causante de su partida sin retorno,  reemplazándolo en breves semanas  el Prof. Gerardo Noel Dextre  con el que terminamos la primaria. 
 El Profesor Gerardo Noel Dextre, a quién  en breves semanas le bautizamos con el simpático, hilarante  y mil veces pronunciado  apelativo de “Dos Shapritas” debido a su frondoso y notorio mostacho, se caracterizaba, como la inmensa mayoría  de maestros de la época,  por su seriedad, su elocuencia,  pulcritud en el vestir y su férrea disciplina. Además, mi maestro, brillaba por  sus inopinados  chispazos de hilarantes ocurrencias y anécdotas que, de cuando en cuando,  rompían la monotonía y el sosiego  o desasosiego de las clases.  Era  también,  como  la gran mayoría de aquellos maestros de la vieja hornada, laborioso  exponente   de lo  que  nuestro  ilustre decimista Don Nicomedes Santa Cruz  retrató en su memorable poema  “La Escuelita”  con su  “a  cocachos aprendí…”.   En el particular caso de mi recordado maestro los cocachos tenían la calidad de sonoros, intimidantes,  aunque poco  disuasivos,  que le obligó,  más adelante,  a  proveerse de un puntero de “lloque” bien labrado,  templado y  dorado  al horno, cuyos ojos (Ñawis) cual púas amenazantes  invitaban a la compostura y el “buen comportamiento.  Sin embargo en su estreno inesperado, el flamante “lloque” se partió en dos cuando en uno de los recreos, aprovechando su ausencia, dos de los nuestros se liaron a golpes. Un furibundo “llocaso”, esquivado por uno de aquellos, mandó a la tumba al soñado cancerbero antes de su oficial “estreno”  
Hoy, al escribir  esta mal hilvanada  crónica,  me he inclinado  con reverencia al recuerdo de mi infancia y le he agradecido a Dios  por esos  años maravillosos, por ser tan  generoso  con  nosotros  y  permitirnos cosechar en adelante afectos, sentimientos  y triunfos en los espacios que el  devenir  nos asignó; y mantener  flameando en lo alto los valores que nuestros  padres y maestros  nos inculcaron y que tánto nos sirvieron y sirven aún  para seguir edificando  nuestras y vidas y, dios mediante, se conviertan algún día en nuestro  máximo legado.  Asimismo, han vuelto en un rapto de jubilosa ilusión  los rostros de mis pequeños camaradas, el recuerdo de cada uno de los espacios de  aquel recinto inexistente hoy: de su  raído patio de mil batallas, de  la  piscina aromada de multitudes, de los juegos infantiles  con sus columpios y trompos incansables, del palto  frondoso  con  sus  amicales brazos  y agradables frutos, de  la efigie del cóndor altivo enmarañada de flores,   de  los murales y mosaicos  firmados por un tal Inchicaque  Quiñones, del salón de actos amplio y confortable  para la época,  donde al ingresar  solía atraer nuestra  atención la silueta del gran "Cantinflas" pintada espléndidamente en el frontis de la puerta de entrada.  
             Hincado y con reverencia he retornado  a esa "verdadera patria  que tenemos los hombres” como bien define  Rainer Maria Rilke a la infancia;  a los  peloteos en el viejo canchón al que acudíamos después de la salida, pequeños aún, con Martín Salas,  Ronald Espinoza y Manuel Ortega, entre otros;  mi primer poema titulado  "A Jorge Chávez"  declamado en una ceremonia  donde mi maestro fue el disertante “No hay historia más bella que su historia, cruzó los Alpes en veloz carrera…”;  el  estreno del dúo de quenas más precoz de la ciudad, junto a mi primo y compañero de aula Valeriano (hoy Javier) Sandoval Salazar,  interpretando la danza el “Obrajino” y asociado a este memorable momento el   violín ruinoso y apolillado  de mi amigo “Iscu Pedro” que  envuelto en un costalillo percudido, voluntarioso él,  lo trajera desde su "Buenos Aires querido" (Cushin)  para  reforzar a nuestra tierna estudiantina  que había clasificado  para la  siguiente etapa de los concursos "INKARI.
Al ver la fotografía, que preside esta crónica de afectos, remembranzas y  también añoranzas,  que mi hermano Michel logró  tomar, a mi expreso pedido,  de la vasta  galería de mi escuela primaria   con la anuencia de mi amigo y colega Juvenal Acuña, el pasado diciembre,  me  he situado entre la alegría y la  tristeza  y he   intentado con relativo éxito   ubicar y reconocer a mis compañeros de aula,  auxiliado, claro está, por mi complaciente memoria, hurgando  en el baúl del recuerdo he dado con sus pueriles y  cándidas fisonomías. Cuarenta años después, nosotros los de entonces, ya no somos los mismos. Ahí están los fácilmente reconocibles: Martín Salas “Wiquito”, Róger Carrasco “Chucru”,  Roger Huerta “Chumpi”,  Percy Sotelo “Wicsu”, Alejandro Córdova “Shapo”, Guillermo Santiago “Pachón”, Aniceto Jara “Chino”, Manuel Valle “Nauly”,  Octavio Asencios “Yana caya”, Wicsu Pedro, Medino Santiago “Zapa”,  César Zelaya,  Saturnino Acuña “Alaj Shatu”, Roger Acuña,  Leoncio Cochachín “Unchu”,  Moisés Valverde, Rosendo Mory “Cachaco”,  Capistrano Jara “Capi”,  Andrés Espinoza “Icsi “, Damián “Cashita”. Ya no están  los que emigraron a Lima antes de concluir la primaria   Ronald Espinoza,  Hugo Sotelo y  Jorge Rondón “Coqui”, los dos últimos al terminar el quinto de primaria. El reconocerme  no fue tarea difícil por un "detalle inolvidable": Aquella mañana de la toma promocional le pedí a mi hermano Gino que me  recortara   el cabello  de la parte frontal, sin embargo "se le fue la mano" y me arruinó la fisonomía dejando despejada mi amplia frente y sin remedio alguno. Lo que vino después fueron lloriqueos, reproches y puñetazos, etc. etc. No obstante de lo ocurrido,  los consuelos y alientos  de mi madre me convencieron para asistir al referido evento fotográfico.
       Finalmente,  mi homenaje a mis compañeros que volaron a la eternidad: Elmer Sotelo (+),  Homero Valencia (+) y  Carlos Anaya (+)  y a mi maestro Gerardo Noel Dextre. Ellos recobran vida cada vez que abrimos  las compuertas del pasado y serán eternamente  la tierna  compañía de nuestros más preciados recuerdos de niño. Amén.



TOMA PROMOCIONAL
Con mi cabello estropeado ¡Años maravillosos!

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