"Todo es ceremonia en el jardín salvaje de la infancia"
Pablo Neruda
Alguna vez, la novelista española Ana María Matute escribió: “A veces la infancia es más larga que la
vida”. Y cuánta razón tiene porque ella, la infancia, asoma en cada pan que comemos, en cada aroma que inspiramos , en los
afectos que recibimos y ofrecemos, en las miradas y reencuentros más
emotivos, en las auroras y crepúsculos que disfrutamos, en las imágenes más tiernas y también en la dureza de la vida con sus golpes y sus llantos. Asoma la
infancia con sus ojos de bien, con
su corazón palpitante y
ávido de afecto y su
pensamiento vasto y viajero.
El
cénit de mi infancia, el final de
aquel conjunto de estribos de desarrollo comprendido entre el nacimiento y la adolescencia o
pubertad, fue el año promocional de mi educación primaria,
hace ya cuarenta años exactamente,
cuando junto a mis treinta y seis
compañeros descendimos del vagón alegre
y bullicioso, luego de un viaje
lleno de embarques y desembarques, de
sueños, desafíos y fantasías, también
de esperas y despedidas, para ingresar en otro tren igual de alegre, pero además, enredado, lleno de dudas y tormentas, con amores y desamores como es el tránsito de
la adolescencia, cófrade inseparable de la educación secundaria. Aquel diciembre de hace cuarenta años, ha vuelto
a pasear por mis recuerdos y el
vagón volvió a rugir como en
aquellos maravillosos años.
Mi aula,, que llevaba el nombre del más insigne rebelde de la América hispana: “Túpac
Amaru II” cuyo retrato presidía a todo aquel
conjunto de murales que adornaba el inolvidable recinto, estaba ubicado al final de la primera
mitad (inferior) del pabellón Este de la
"Escuela Prevocacional", hoy “Virgen de Fátima”,
separado por unas breves escalinatas de seis peldaños de la otra mitad
(superior) de aquel pabellón, en los que
solíamos jugar la “Rayuela” y saltar en alegre competencia intentando ganar de un solo tranco la mayor
cantidad de peldaños. Mi salón tan alegre ya cogedor
exhibía, además de Túpac Amaru, dos murales impresionantes cuyas siluetas, armonías y colores los recuerdo nítidamente: El de Alfonso
Ugarte, arrojándose al inmenso
océano y el de José Olaya Balandra,
encadenado, con su rostro cetrino e
inmensamente digno rumbo al paredón. Todos los días los contemplaba con reverencia y
admiración, al tiempo de repasar la frase escrita en la pared de
enfrente con letras doradas y grandes: “LA VIRTUD ES UN TESORO MÁS DURADERA QUE
EL ORO".
Mi aula, mis
compañeros y mis maestros, que fueron
dos durante aquella lejana y larga
estancia en la legendaria “Prevuchi”, hoy han recobrado el brío
y la alegría en mi memoria, en mi retina y en mi corazón. Mi aula, por las razones que detallé
en el párrafo anterior; mis compañeros, porque con muchos de ellos transitamos
además los peldaños ulteriores de nuestra formación básica. Mis dos maestros
dije, el
primero de ellos Néstor Sotelo Agüero
que nos condujo con paciencia, esa virtud cardinal que la filosofía enseña desde la
época de los grandes pensadores griegos y que es concomitante a la noble labor docente, le distinguía sobremanera.
Lamentablemente, una considerable lesión
durante un partido sabatino de
basquetbol fue la causante de su
partida sin retorno, reemplazándolo en
breves semanas el Prof. Gerardo Noel
Dextre con el que terminamos la
primaria.
El Profesor Gerardo Noel Dextre, a quién en breves semanas le bautizamos con el
simpático, hilarante y mil veces
pronunciado apelativo de “Dos Shapritas”
debido a su frondoso y notorio mostacho, se caracterizaba, como la inmensa
mayoría de maestros de la época, por su seriedad, su elocuencia, pulcritud en el vestir y su
férrea disciplina. Además, mi maestro, brillaba por sus inopinados chispazos de hilarantes ocurrencias y
anécdotas que, de cuando en cuando, rompían la monotonía y el sosiego o desasosiego de las clases. Era también,
como la gran mayoría de aquellos
maestros de la vieja hornada, laborioso exponente de lo
que nuestro ilustre decimista Don Nicomedes Santa Cruz retrató
en su memorable poema “La
Escuelita” con su “a
cocachos aprendí…”. En el
particular caso de mi recordado maestro los cocachos tenían la calidad de
sonoros, intimidantes, aunque poco disuasivos,
que le obligó, más adelante, a
proveerse de un puntero de “lloque” bien labrado, templado y dorado al horno, cuyos ojos (Ñawis) cual púas
amenazantes invitaban a la compostura y el “buen comportamiento. Sin
embargo en su estreno inesperado, el flamante “lloque” se partió en dos cuando
en uno de los recreos, aprovechando su ausencia, dos de los nuestros
se liaron a golpes. Un furibundo “llocaso”, esquivado por uno de aquellos, mandó
a la tumba al soñado cancerbero antes de su oficial “estreno”
Hoy, al escribir esta mal hilvanada crónica, me he inclinado con reverencia al recuerdo de mi infancia y
le he agradecido a Dios por esos años maravillosos, por ser tan generoso con nosotros y permitirnos cosechar en adelante afectos,
sentimientos y triunfos en los espacios
que el devenir nos asignó; y mantener flameando en lo alto los valores
que nuestros padres y maestros nos inculcaron y que tánto nos sirvieron y sirven aún para seguir edificando nuestras y vidas y, dios mediante, se conviertan algún día en nuestro máximo legado. Asimismo, han vuelto en un rapto de jubilosa ilusión los rostros de mis pequeños
camaradas, el recuerdo de cada uno de los espacios de aquel recinto inexistente hoy: de su raído patio
de mil batallas, de la piscina aromada de
multitudes, de los juegos infantiles con sus columpios y trompos incansables, del
palto frondoso con sus amicales brazos y agradables frutos, de la efigie del cóndor
altivo enmarañada de flores, de los murales y mosaicos firmados por un tal
Inchicaque Quiñones, del salón de actos amplio y confortable para la época, donde al ingresar solía atraer nuestra atención la silueta del gran "Cantinflas" pintada espléndidamente en el frontis de la puerta de entrada.
Hincado y con reverencia he retornado a esa
"verdadera patria que tenemos los hombres” como bien define Rainer Maria Rilke a la infancia; a los peloteos en el viejo canchón al que acudíamos después
de la salida, pequeños aún, con Martín Salas, Ronald Espinoza y Manuel Ortega, entre otros; mi primer poema titulado "A Jorge Chávez" declamado en una ceremonia donde mi maestro fue el disertante “No hay historia más bella que su historia,
cruzó los Alpes en veloz carrera…”; el estreno del dúo de quenas más precoz de la ciudad, junto a mi primo y compañero de aula Valeriano (hoy Javier) Sandoval Salazar, interpretando la danza el “Obrajino” y asociado a este memorable momento el
violín ruinoso y apolillado de mi amigo
“Iscu Pedro” que envuelto en
un costalillo percudido, voluntarioso él, lo trajera desde su "Buenos Aires querido" (Cushin) para reforzar a nuestra tierna
estudiantina que había clasificado para la siguiente etapa de los concursos "INKARI.
TOMA PROMOCIONAL Con mi cabello estropeado ¡Años maravillosos! |
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